Su lidia está terminando.
Le acaban de clavar el estoque.
Le han destrozado músculos, tendones, ligamentos, nervios, arterias, venas, cartílagos y estructuras óseas, y ahí sigue, de pie, resistiéndose a morir. Los puyazos y las banderillas, además, le han hecho perder una importante cantidad de sangre.
Está agotado física y emocionalmente.
Está deshidratado, sediento, confuso, frustrado. Sus ojos son incapaces de ver lo que ocurre a su alrededor.
La espada que tiene clavada está provocando el efecto deseado, de una manera lenta pero letal.
Está agonizando, pero se resiste a doblar las manos y darle el éxito al torero, al que le ha torturado durante esos interminables minutos, en los que ha estado a su merced y a la de su cuadrilla en el ruedo de la plaza.
Se han cansado de esperar y le van a descabellar con esa espada que se ve a la izquierda, el verduguillo.
Le van a seccionar la médula espinal.
No sabemos si lo conseguirán a la primera, a la segunda o a la décima intentona, pero caerá, y es entonces cuando esperará a que le claven el cuchillo, la puntilla que le rematará, que acabará con ese absurdo sufrimiento al que le han sometido, porque dicen que nació para eso, porque para eso le criaron y porque forma parte de nuestra cultura.
Y ahí, muy cerca de donde agoniza, desde una barrera de la plaza, personalizada con la palabra «veterinarios», están los que deberían defender su salud y su bienestar, que habrán sido testigos y cómplices de su calvario; los que unas horas antes de que saliera por la puerta de toriles a la arena de la plaza, certificaron que estaba sano y tenía el trapío adecuado y reglamentado para ser torturado hasta la muerte.
José Enrique Zaldívar Laguía.
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