El febrero de algunos galgos

No me puedo imaginar cómo debe sentirse un galgo cuando acaba la temporada de caza, cuando ha hecho su última carrera, cuando aún, sintiéndose útil, su amo piensa que es hora de cambiar de aires…

No puedo imaginármelo, porque nunca podría, como persona, llegar a tener la fe ciega y la devoción que siente un can por su amo.

Pero si puedo llegar a imaginarme cómo puede sentirse un galgo con la tensión de su correa al abrazar la rama. Cuando al principio solo tira de él y éste se siente un poco reacio a seguirla, pero a medida que la cuerda se va tensando, la presión sobre el cuello empieza a tornarse insoportable.

Primero intentará resistirse a la tensión del cordel. Después, a medida que sus patas delanteras van perdiendo el contacto con el suelo y la tensión del cuello se torna en un dolor insoportable, como el corte de un cuchillo al rojo vivo, luchará por no perder la tracción de sus patas traseras, que lo dejarán sin ninguna oportunidad de salvar la situación.

Hay veces que el animal es capaz de mantener con sus dedos un mínimo contacto con el suelo, que no hará otra cosa que prolongar su agonía. Un perro no está hecho para dejar de luchar, su instinto de supervivencia le hará pelear hasta la extenuación; eso hace que los minutos pasen lentamente, que las horas se prolonguen eternamente, hasta que al final, cuando el cansancio se apodere de la musculatura dolorida por tanto tiempo en tensión…

El oxígeno empieza a no llegar a los órganos vitales, principalmente el cerebro, las mucosas se tornan azuladas, el retorno venoso de la lengua disminuye gracias a ese gran torniquete alojado en el cuello, haciendo que la lengua aumente espectacularmente de tamaño y adquiera un tono violáceo, la presión sanguínea hace que los pequeños vasos  estallen provocando petequias, y los ojos parezcan desorbitados.

Las señales nerviosas que reciben los pulmones hacen que éstos intenten conseguir oxígeno a cualquier precio, las respiraciones, antes rítmicas, se tornas superficiales y desesperadas, intentando captar un aliento que le mantenga con vida; pero la sensación de lucha, de angustia, de desesperación, no lo abandonarán hasta el final, hasta que el cerebro, cortocircuitado por la falta de oxígeno, deja de dar órdenes y, las células de ese organismo maltrecho abandonan el barco de forma individual, y dejan de ser un todo coordinado y organizado para buscar su propia supervivencia. Es ese momento en el que aparecen las convulsiones, el corazón arrítmico cada vez es más ineficaz, es cuando los esfínteres pierden su sentido, cuando con los últimos estertores se intenta lo imposible y cuando, por fin, llega el silencio, el fin de la lucha y con ello, la vergüenza de toda una sociedad que perpetúa año tras año una aberración causada por las manos de un ser civilizado.

 

Nacho Marvá. Veterinario de AVATMA.